Todos somos más de una persona a la vez, como si moraran dentro de nosotros distintas voces, diferentes sensibilidades, a las que prestamos mayor o menor atención dependiendo de las circunstancias. En realidad, no es nada fácil poner orden dentro de ese caos y, en verdad, admiro a quienes aprenden pronto a conocerse a sí mismos.
Hace un tiempo tuve entre mis manos un libro de aquellos que ofrecen pautas de crecimiento interior y que suelen hacer arquear las cejas a la rigurosa crítica literaria. Tras los prolegómenos, en uno de los ejercicios que planteaba al lector, éste debía anotar las palabras que creía que le definirían frente a los demás. En esa época me encontraba inmerso en muchas dudas personales y me tomé el tiempo necesario para contestar. ¡Qué demonios! Quería que funcionara y sabía que para ello debía dar con esa extraña sinceridad que sólo se consigue respondiendo para uno mismo, sin más censura que la propia verdad. De este modo, poco a poco, los buenos y malos adjetivos empezaron a llenar la superficie blanca del papel. A veces complementándose entre sí, en otras cayendo en una aparente contradicción que no me dejaba de sorprender.
Si un día podía ser el poeta, aquel que siempre va acompañado de un cuaderno y un lápiz, para hacer suyo un mundo que no terminaba de entender, el mismo individuo que usaba las lentes de la imaginación para transformar la realidad, también vivía dentro de mí otro tipo egoísta, que deseaba más que nada el aplauso y la aprobación ajena para cubrir sus inseguridades, el alimento de una vanidad que nunca se daba por satisfecha del todo.
Y tras ellos, descubrí la sombra de ese pobre diablo que hacía pagar sus enfados y sus frustraciones contra aquellos que no tenían culpa, y en cambio callaba frente quienes le causaban miedo. Era el mismo que guardaba rencores en las esquinas más ocultas del corazón, donde deberían sembrarse el perdón y el olvido.
Libro en mano, le seguía otro joven de mirada inquisitiva. Él encarnaba el espíritu del conocimiento, aquel que siempre se hallaba dispuesto a aprender una nueva lección que avivara el fuego de su curiosidad.
Y, a su lado, perdido en quién sabe qué sueño, permanecía el adalid de los sentimientos, empuñando una rosa, dejándose llevar por los afectos y las amistades. Él era aquel capaz de sacrificarse hasta la estupidez persiguiendo fantasmas pero que exigía el mismo duro precio a cambio.
A continuación apareció el estratega en escena. Él era el muchacho que ansiaba anticiparse al mañana, el jugador que sólo movía pieza en el tablero de ajedrez de la vida pensando en las múltiples consecuencias, sin darse cuenta que, en realidad, sólo temía perder el control y la falsa seguridad que éste le daba.
Antes de terminar, vi un último rostro más, que fue el que más me conmovió de todos. Era el chico que nunca se sentía aceptado, quizás porque no se aprobaba a sí mismo, y que tantas veces había preferido sentarse a un lado, en silencio, por temor a que le rechazaran.
Aún guardo esa lista en el cajón y, aunque el papel ya ha comenzado a amarillear, todavía me siento como un rompecabezas sin terminar. Sin embargo, intuyo que nunca he estado sólo en ese viaje, como si a muchos nos faltase una pieza para sentirnos completos.
Todos estamos hechos de una amalgama frágil e irrepetible, una mezcla tan hermosa como a veces reprochable, de maneras de ser. Quizás cuando lo comprendamos, sonreiremos ante el reflejo de estas contradicciones nuestras tan humanas.
Enlace en alta resolución: www.flickr.com/photos/santasusagna/45433361224
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