Las leyendas de la tradición popular fueron una forma de conocimiento, una manera de explicar el mundo y la vida para los habitantes de un tiempo pasado. Como sus dioses y su sistema de leyes y valores, aquellos mitos no sólo acompañaban a los pueblos, sino que les daban la identidad cultural que los definían.
Los misterios del mar siempre resultaron un paisaje fecundo para la imaginación de nuestros antecesores. Unas de sus moradoras más conocidas fueron las sirenas, mitad mujeres de perturbadora apariencia, mitad seres adaptados a la vida entre las olas. Como si se desprendiera de su propia naturaleza dual, las sirenas fueron consideradas a veces como entidades benevolentes (“mermaid”) que rescataban a los náufragos o, al contrario, como criaturas despiadadas (“siren”), que valiéndose del poder de su canto y su belleza, solían representarse con espejos y peines como símbolo de la vanidad, enloquecían a los navegantes, atrayendo sus embarcaciones hasta los escollos en los que se posaban, para arrastrarlos después al fondo del mar.
Náyades o nereidas, sjókonar o melusines, hay menciones a figuras semejantes a las sirenas en muchas tradiciones, desde la helénica, la eslava o la celta hasta la china pero con bastante probabilidad, la persistencia de su leyenda en nuestros días provenga del reflejo que tuvieron en el mundo literario. Muy recordado es el episodio que protagonizaron en la Odisea, la epopeya concebida por Homero. En aquella historia Ulises llegaría a atarse al mástil de su navío para poder escuchar y resistir el embrujo de su voz. Muchos siglos más tarde, en cambio, Hans Christian Andersen retrató a una joven sirena como una mujer enamorada y dispuesta a entregar su vida por un marinero. Ángeles o demonios, está en nuestras manos decidir cómo acercarnos a ellas, su mito pervivirá siempre entre nosotros.
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