Como quien se deja hechizar por el misterio del mar al verlo por primera vez, recuerdo con detalle aquella mañana de invierno en la que descubrí la nieve desprendiéndose desde la cúpula del cielo sobre una geografía tan poco apropiada como la de mi ciudad, asomada al mar y mecida por su aliento benigno. La incómoda prisa de los viandantes y el cálido vaho de la respiración de los motores, atrapados en un atasco eterno, adornaban una estampa en la que los niños estaban llamados a ser sus verdaderos protagonistas. Cubierto con un efímero lienzo blanco, el asfalto se vistió de patio de recreo donde los pequeños jugamos hasta que la llamada de nuestros padres nos hizo regresar a casa.
La poesía del paisaje invernal, con esa naturaleza adormilada, una paleta casi monocromática de luces centelleantes y plomizas, de resbaladiza escarcha y árboles desnudos, su belleza suspendida en el tiempo, desde siempre ha atraído el interés de escritores, pintores o fotógrafos. Cuando el fantástico equipo detrás del proyecto “Lucha de Gigantes” en colaboración con la Gärna Art Gallery de Madrid me propuso crear una obra ambientada en la nieve, recuperé enseguida muchas imágenes del pasado, quizás vivido o quizás sólo soñado. Posiblemente la magia de la pintura sea que no tenga que reflejar el mundo como es, sino como nos gustaría que éste fuera o hubiera sido.
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