Cada verano, al terminar las clases, los viejos camiones llegaban por la carretera y dejaban su desvencijada carga de remolques de colores en un descampado al lado de la estación del tren. Los trotamundos dibujaban entonces con sus vehículos un círculo imperfecto sobre el terreno y, en medio de ese poblado improvisado, alzaban un castillo de lona roja y blanca cuya corona se podía vislumbrar a una larga distancia.
Y cada año, en una rutina inmutable, los niños del barrio se acercaban a espiar las andanzas de los recién llegados, entre los huecos del anillo de caravanas. Aquella no era una tarea fácil porque la compañía tenía sus propios horarios y apenas salía de sus carromatos para ensayar bajo la gran carpa, estirar sus cuerpos enfundados en mallas estrafalarias o fumar un pitillo sentados sobre los baúles que guardaban sus cachivaches. La troupe vivía dentro de un reino ambulante, protegiendo el secreto de su magia de miradas ajenas y aquella reserva, aquel misterio, fuera voluntario o no, no hacía sino alentar nuestro inocente espionaje.
Algunos muchachos que entrenaban no parecían demasiados años mayores que yo pero el resto de esa extraña familia lo formaban feriantes que al envejecer se encargaban de las tareas menos brillantes. Ellos eran los que conducían los vehículos, alimentaban las fieras, atendían las taquillas o los puestos de venta de algodón de azúcar. En una ocasión un payaso de espaldas encorvadas, que había sacado a pasear un caballo, nos descubrió espiando en nuestra atalaya y, cuando temíamos que nos reprendiera, se limitó a guiñarnos un ojo y llevarse un dedo a los labios. Y los niños, con una gravedad impropia de nuestra edad, asentimos moviendo la cabeza: el secreto de nuestra incursión permanecería a buen recaudo si manteníamos la boca cerrada.
Ahora entiendo que ese espectáculo, tan antiguo como humano, nos decía más de la vida de lo que podíamos intuir. Para aquella gente, el circo era un trabajo, pero también una forma de entender la existencia. Puedes buscar durante décadas un lugar al que sentirte unido y nunca encontrarlo y, sin embargo, aquellos vagabundos deambulaban de una ciudad a otra, sin más ataduras que el rumbo dictado por la siguiente función del espectáculo y eran felices.
Uno no puede dejar de pensar en los payasos y los maestros de ceremonia, en los imponentes forzudos, en los trapecistas y equilibristas. Al recordarlos a todos ellos pierdo la cuenta de las veces que me alzado en medio de una pista, poéticamente hablando, pidiendo la atención y el aplauso de quién me atendiera, como también me he defendido con la fuerza del gesto o de la palabra para ser respetado pero también para ocultar mis vacilaciones y dudas.
Y aún hoy, te descubres caminando sobre la cuerda floja, manteniendo un equilibrio precario, entre las obligaciones y las devociones, que parece imposible. Y entre una plataforma y otra, una voz continúa susurrándome al oído que no me detenga ni mire atrás porque no hay red para según que caídas.
Sin embargo, de toda esa entrañable tribu, el personaje que más idolatraba era el mago. Si era posible adivinar una carta tras otra, o esconder y hacer aparecer las cosas a tu antojo, sería sencillo lograr cualquier meta que te propusieras. Si existiera ese poder quizás hubiera sabido corregir los errores de mi vida, o anticiparlos, pero el destino tiene su propias reglas, como la ilusión sobre la que se construye la magia. El gran truco es no hay trampa que valga, que esas normas no se pueden transgredir y que, en el fondo, para que podamos aprender a ser nosotros mismos y crecer, está bien que así sea.
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