Cuando era pequeño y las cosas no salían como esperaba, solía correr a encerrarme en mi habitación. La tristeza, la rabia, los miedos… todos los lances de la vida seguían allí, esperándome fuera, pero entre las cuatro paredes de mi dormitorio me sentía a salvo. Ningún monstruo parecía tan amenazante, ninguna sombra me podía alcanzar.
Hay quien dice que nuestra personalidad se marca a fuego en nuestra infancia, y que los valores y las actitudes que entonces aprendemos, se replican al hacernos mayores en un eco continuo. En cierto modo, los demonios nunca nos abandonan del todo, tan sólo se disfrazan. Alteran su expresión, retuercen su forma, a medida que nosotros mismos cambiamos, como las propias cosas que nos importan.
Un tiempo más tarde, atravesando la adolescencia, pasé un año complicado en el nuevo instituto. Los problemas que no sabía encarar de día volvían de madrugada desvelándome, zarandeándome por los hombros, como una incómoda pesadilla que no tenía fin. En casa veían que no era feliz y que había perdido las ganas de estudiar. Al cabo de unos meses, una noche mi padre entró en la habitación y, al sentarse a mi lado, comenzó a explicarme historias de cuando era joven y tenía mi edad. Y, entre sus viejas anécdotas, me aconsejó que no diera importancia a la opinión de la gente y que, para vencer al insomnio, me alejara de los recuerdos pensando en el lugar más hermoso que pudiera soñar.
Durante semanas, al caer la noche, procuré dejar caer la imaginación en espesos bosques, en cortantes acantilados o en inmensos mares abiertos, pero, una vez tras otra, las preocupaciones siempre conseguían regresar, reptando por las rendijas de las ventanas hacia mi dormitorio. Y sin embargo, una madrugada cuando casi había tirado la toalla, al cerrar los ojos, la magia funcionó.
De repente me encontré caminando por las largas avenidas de una ciudad sin nombre, un lugar surgido en medio de la nada pero que parecía haberme estado esperando desde siempre. Recuerdo la luz, la calma y mis pasos resonando en el silencio de sus calles vacías, pero, lejos de sentirme abandonado o solo, sabía que aquel era un hogar, que allí podía ser yo mismo, sin temor al rechazo o al dolor.
Cuando me desperté me atusé el pelo y me senté algo confundido en el borde de la cama. Tenía una estúpida sonrisa en el rostro por haber vivido aquella maravillosa experiencia y, a la vez, tenía el corazón compungido al darme cuenta que ésta se había acabado. De alguna manera, aquel viaje me había parecido tan real que me resistía a dejarlo ir, a creer que fuera un mero sueño, preguntándome si sería capaz de regresar allí otra vez. Recuerdo que, cuando al cabo de un largo rato, el reloj marcó la hora de ir a clase, me invadió una pesada melancolía. Debía volver a una rutina que, con franqueza, detestaba. Despojado de mi corona, me había convertido de nuevo en un príncipe sin reino.
Confieso que todavía hoy procuro imaginar aquel lugar mágico al acostarme, con la ilusión de recuperar ese sentimiento perdido. A menudo los sueños parecen más verosímiles que la vida misma y quizás lo que llamamos realidad sólo sea una de las alternativas posibles por las que transitamos. En el fondo, sabemos demasiado poco de las cosas que realmente importan pero, mientras creamos en el misterio, mientras conservemos fe en lo improbable, en lo maravilloso, podremos franquear las puertas de nuestra ciudad sin nombre.
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