Cuando en alguna sobremesa improvisada con los amigos nos hemos preguntado qué es el amor, no he encontrado unas palabras certeras que contestar. De la misma manera que nosotros mismos cambiamos a lo largo de la vida, se transforma subrepticiamente nuestra concepción del amor. Así, donde antes exhibía respuestas categóricas, impetuosas, fruto más de los ideales que de la experiencia, ahora encallo en un solitario mar de dudas, de suaves e infinitos matices de gris. Somos muy diferentes. El amor es un poliedro de facetas incontables, que refleja a cada uno como es.
Existen muchas formas de amor, como la de un padre a un hijo, quizás la más pura y desinteresada, o la amistad profunda. Sin embargo, hablando de amor, siempre acostumbra a venir antes a la cabeza el vínculo emocional de la pareja.
Recuerdo que en mi adolescencia encontrar el amor era una necesidad acuciante, como si mi proyecto vital solo cobrara sentido en relación a alguien. El amor o el desamor, la aceptación o el rechazo, se teñía de proporciones dramáticas, tormentosas, quizás absurdas. El romanticismo era el aire que un joven desnortado como yo necesitaba para respirar, el sueño para sentirse al abrigo de las incertidumbres.
Quienes ahora me conocen puede ser que piensen que aquel Oscar hace tiempo que murió. El romanticismo es una creación de los siglos XVIII y XIX que ha logrado el gran triunfo de sobrevivir a la época que lo vio nacer. Aunque reconozco que es el motor de una enorme creatividad, que goza de una excelente salud en el arte, cierto es que nadie dijo que condujera a la felicidad en la vida real. Dejémoslo en un bello ejercicio teórico.
Yo creo en el primer amor tierno, entregado y limpio de los jóvenes. También en aquel otro, sereno, leal y profundo, que ya me toca por edad, que procura no hacer planes a largo plazo pero tampoco la satisfacción puntual. Significa olvidarse del yo para abrazar el nosotros. Se cuenta por aquello que das por encima de aquello que recibes. Es comprender que la imperfección y la rutina, incluso la temporalidad de su existencia, es el reverso necesario del sueño que nos vendieron los románticos.
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